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Hoy toca hablar de mi cómic preferido de ese genio loco que responde al nombre de Grant Morrison, el cabrón que fusionó el Noveno Arte con las vanguardias para provocarnos mil y un dolores de cabeza y caras de incomprensión, y que a la vez nos sumergió en un mundo desquiciadamente maravilloso, transgresor y revolucionario, tanto que 20 años después las ondas de choque de su irrupción en el medio siguen golpeando al lector como el primer día. Nuestra historia de hoy arranca en 1989, cuando un por entonces jovencísimo guionista se abría paso a guantazos en DC Cómics, de la mano de un debut demoledor (Arkham Asylum) y encumbrando a la gloria a uno de los personajes más segundones de la casa (Animal Man). Al mismo tiempo que su plan para Animal Man se iba liberando de la timidez y los corsés autoimpestos (desembarcar en el gigante del cómic tiene que acojonar aunque seas Grant Morrison), a nuestro contador de historias le ofrecen hacerse cargo de una colección que llevaba años a la deriva, fruto de su propia idiosincrasia marginal y de los efectos devastadores que para ella tuvo el crossover Invasión (el macroevento de la editorial el año anterior). Esa colección era la inefable Doom Patrol, y vaya si Morrison se quedó agusto, porque desde el número 19 del segundo volumen USA al número 63 nos regaló un auténtico delirio lisérgico, lleno de diversión, situaciones imposibles y segundas lecturas que hundían sus raices en los grandes movimientos artísticos del siglo XX.